Llegar a Essaouira después de correr durante dos horas por una carretera rectilínea desde Marrakech es cambiar completamente de paleta de colores, de tonos. Los ocres de la arena del desierto, los rojos de Marrakech, se sustituyen por azules y blancos. Hay azules nuevos, brillantes, índigos y turquesas, pero también los hay viejos, descoloridos por la acción del viento y del mar, y lo mismo ocurre con los blancos, los hay limpios, recién pintados, pero también hay otros que llevan muchos años y se han convertido en grises, en un recuerdo sucio de algo que fue blanco.
Al llegar a Essaouira parece que hasta el aire cambie, que el cielo azul se abra y que todo se vuelva más ligero como si el aire pesado y el calor que nos han venido pisando los talones pudiesen escapar por fin, y nuestros pulmones pudiesen llenarse de aire fresco.
Y el mar es la causa de todos esos cambios.
Las olas del Atlántico atraen a las decenas de gaviotas que vuelan sobre nuestras cabezas y que esperan a que los barcos de pesca vuelvan a puerto para lanzarse en picado sobre el pescado. Pero también atrajeron hasta aquí en el pasado a gente, a mucha gente proveniente de lugares muy diferentes. A fenicios, cretenses, griegos, romanos, portugueses, franceses, a piratas sin patria… todos pasaron por aquí, se pelearon por culpa del emplazamiento de esta ciudad y, de una manera o de otra, dejaron huellas de muy diferentes tamaños, en su apariencia, en su nombre, en su color…
Essaouira no sería la misma sin su puerto y cualquier paseo por la ciudad te acaba llevando hasta él, te acerca primero a la plaza Moulaiy Hassan y después te hace atravesar Bab El Marsa para darte de bruces con la ciudadela y su mundo de barcas azules, redes y hombres que han vivido durante generaciones al ritmo del mar.
Ese puerto fue una de las apuestas del rey Mohammed III en el siglo XVIII, quien vio la ciudad como la salida al mar de Marrakech, como la posibilidad de llevar al mar las mercancías que llegaban en caravanas a través del Sáhara desde lugares como Tombuctú y poder venderlas a los países europeos que llevaban tres siglos dominando el mar y que, con el tiempo, irían abriendo consulados en la ciudad.
Para ello, el rey atrajo a ingenieros franceses que rodearon la ciudad de unas murallas que eran capaces de contener cualquier posible ataque y le dan cierto aire europeo aunque, en su interior, se mantuviese la antigua organización de las ciudades marroquíes, la kasba, la medina, la mellah judía, una mezcla que hizo a la UNESCO declarar la medina de Essaouira Patrimonio de la Humanidad. Ese trazado, además, le dejó su nombre, Essaouira, “la bellamente diseñada” aunque antes de eso había sido llamada de muchas otras maneras. Para los portugueses, por ejemplo, fue Mogador, en honor al santo Sidi Mogdoul que fue enterrado en el sur de la ciudad durante la edad media, y así la siguieron llamando los franceses durante el Protectorado.
Del mar llegó también mucho antes la púrpura de Tiro, el famoso colorante que los fenicios convirtieron en un producto de lujo que cruzaba de una parte a otra del Mediterráneo almacenado en las bodegas de los barcos, y que fue también enormemente popular entre los romanos, sobre todo entre las clases altas ya que lo costoso de su obtención convirtió, a la púrpura y a sus tonos cambiantes según se diluyese el color, en un símbolo de estatus.
Frente a las costas de Essaouira, delante de su playa con forma de media luna, hay un archipiélago al que aún hoy se llama islas Púrpuras, no es casualidad. Allí los fenicios encontraron suficientes caracolas marinas, las de un tipo de molusco denominado murex brandaris, para instalar una de sus fábricas. Lo más importante de dichos moluscos eran sus mucosas, que se dejaban pudrir con el calor y que, por su olor, se tenían que almacenar siempre en las afueras de las ciudades o, mejor aún, en lugares más alejados como en estas islas de la bahía de Essaouira.
Llegar a Essaouira es entender que su conexión con el color no es algo reciente.
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